John Boswel: "Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad"
Introducción.
«Todos aquellos que consagran su vida a la búsqueda de la verdad saben que las imágenes que de ella captan son necesariamente fugaces. Brillan un instante para dar paso a claridades nuevas y cada vez más deslumbrantes. Muy diferente a la del artista, la obra del sabio es fatalmente provisional. Él lo sabe y se alegra de ello, puesto que el rápido envejecimiento de sus libros es la prueba misma del progreso de la ciencia».[1]
Entre el comienzo de la Era Cristiana y el final de la Edad Media, las actitudes de los europeos respecto de una cantidad de grupos minoritarios experimentaron profundas transformaciones. Muchos grupos que formaban partes indistinguibles de la gran corriente social, pasaron a constituir grupos marginales segregados, despreciados y, a veces, severamente oprimidos. En realidad, muchas veces se imagina la Edad Media como una época de intolerancia casi universal ante lo discordante, y no es raro que se utilice el adjetivo «medieval» como sinónimo de «mezquino», «opresor» o «intolerante» en el contexto del comportamiento o de las actitudes. Sin embargo, no es acertado ni útil describir la Europa medieval y sus instituciones como singular y característicamente intolerantes. Ha habido muchos otros períodos igualmente proclives a la intolerancia social, cuando no más:[2] la mayor parte de las minorías europeas sufrieron más durante el Renacimiento que durante los «tiempos oscuros», y ningún otro siglo conoció un antisemitismo de tan destructiva virulencia como el del siglo XX. Además, tratar estos dos temas –la intolerancia y la Europa medieval– como si cada uno fuera en cierto sentido la explicación histórica del otro, impide casi por completo la comprensión de uno y de otro. La historia social de la Europa medieval y, más aún, los orígenes y las operaciones históricas de intolerancia como fenómeno social, requieren análisis mucho más sutiles.
Ofrecemos este estudio como contribución a una mejor comprensión, no sólo de la historia social de Europa en la Edad Media, sino también de la intolerancia entendida como fuerza histórica, y lo ofrecemos bajo la forma de una investigación acerca de su interacción en un caso singular.[3] Es evidente que sería arriesgado intentar un enfoque más amplio de la primera; pero quizá no sea tan obvia la razón por la cual, en el estudio que presentamos, no hay tratamiento general del segundo.
En primer lugar, sería extremadamente difícil definir los límites de tal estudio general. A pesar de la enorme importancia que la intolerancia ha ejercido sobre la conciencia del siglo XX, es tan poco lo que se sabe de su naturaleza, de su extensión, de sus orígenes y de sus consecuencias en un contexto histórico, que la simple descripción esquemática del problema y sus proporciones requeriría un estudio considerablemente mayor que el presente. El autor no sólo debería estar familiarizado con las técnicas y descubrimientos de una gran cantidad de campos especializados –antropología, psicología, sociología, etc.–, sino también disponer de algún medio para establecer la validez de sus afirmaciones discordantes y evaluar su importancia relativa. En un dominio tan infraestudiado, sería peligroso perseguir arbitrariamente unas y excluir otras.[4]
Además, aun cuando pudiera definirse el problema, no sería posible escribir con el grado de detalle histórico que se ofrece en este estudio acerca de un tema tan general y de tan vasto alcance como es la intolerancia, salvo que se tratara de una obra de proporciones enciclopédicas. Sin embargo, desde el punto de vista del historiador, las teorías generales carecen casi por completo de valor a menos que hundan sus raíces en casos particulares y se vean sostenidas por estudios específicos de casos particulares, y puesto que los estudios de este tipo realizados hasta ahora son demasiado escasos como para fundamentar cualquier tipo de idea acerca de la intolerancia, ha parecido más útil proporcionar datos para futuros análisis sintéticos de otros investigadores que embarcarse prematuramente en el análisis propiamente dicho. Este enfoque tiene el enorme inconveniente de producir una descripción bien elaborada de una pieza aislada de un rompecabezas aún sin armar, pero, dada la extremada dificultad de la mera identificación del resto de las piezas –por no hablar de su recomposición–, parece ser por ahora el esfuerzo más constructivo posible.
Además, tiene la ventaja, que quizá sirva como compensación, de que los datos obtenidos pueden utilizarse en cualquier marco teórico más amplio, histórico o científico, presente o futuro, puesto que están muy poco distorsionados por prejuicios teóricos.
De los diversos grupos que se convirtieron en objetos de intolerancia en Europa durante la Edad Media, el de los gays[5] es, por una serie de razones, el más útil para este estudio. Algunas de esas razones son relativamente obvias. A diferencia de los judíos y de los musulmanes, estaban dispersos entre la población general en toda Europa; constituyeron una minoría importante siempre[6] (y no sólo en ciertos períodos, como los herejes o las brujas), pero nunca (a diferencia de los pobres, por ejemplo), fueron más que una minoría de la población. La intolerancia ante los gays no puede confundirse –en su mayor parte– con el tratamiento médico, como en el caso de los leprosos o de los locos, ni con la vigilancia protectora, como en el caso de los sordos o, en ciertas sociedades, de las mujeres.
Además, la hostilidad a los gays ofrece ejemplos singularmente reveladores de la confusión entre creencias religiosas y prejuicio popular. La captación de esa confusión es fundamental para comprender muchos tipos de intolerancia, pero en general no resulta posible mientras el prejuicio o las creencias religiosas no se atenuaran lo suficiente como para que resultara difícil siquiera imaginar que alguna vez hubiera existido una conexión integral entre ellos. En la medida en que las creencias religiosas que sirven de sostén a un prejuicio particular son compartidas por la gran mayoría de una población, es prácticamente imposible separar unas y otro; una vez abandonadas las creencias, la separación puede ser tan completa que la conexión original resulte casi incomprensible. Por ejemplo, en la mayor parte de los países europeos, el que no se debe oprimir a los judíos en razón de sus creencias religiosas, como se pensaba en el siglo XIV, es hoy artículo de fe; y lo que para muchos cristianos de la Europa premoderna constituía un deber religioso fundamental –la conversión de judíos–, a muchos creyentes adscriptos a la misma tradición religiosa les parecería hoy una injustificada invasión de la privacidad de sus conciudadanos. El entrecruzamiento de los principios religiosos y el prejuicio contra los judíos era tan estrecho en el siglo XIV que muy pocos cristianos podían distinguir entre aquellos y éste; en el siglo XX, la separación entre ambas cuestiones ha llegado a ser tan acusada que buena parte de los cristianos modernos se preguntan por la sinceridad de la opresión medieval basada en la convicción religiosa. Únicamente en un período en el que la confusión de religión y fanatismo, aunque subsistía, ya no se hallaba por doquier y exenta de todo desafío, sería fácil analizar la relación orgánica entre una y otro de una manera convincente y accesible.
El Occidente moderno parece hallarse precisamente en un período de transición en lo tocante a diversos grupos sexualmente distinguibles, y los gays ofrecen una perspectiva particularmente útil para el estudio de la historia de tales actitudes.[7] Puesto que todavía son objeto de severa legislación proscriptora, extendida hostilidad pública y diversas restricciones civiles, todo con justificación manifiestamente religiosa, es mucho más fácil esclarecer la confusión entre religión e intolerancia en el caso de los gays que en el de los negros, los prestamistas, los judíos, las personas divorciadas u otros cuyos estatus en sociedad han dejado a tal punto de estar asociados a la convicción religiosa que la correlación –aunque detalladamente demostrada– parece hoy limitada, tenue o accidental. Gran parte del presente volumen, por otro lado, tiene la específica finalidad de rechazar la idea común de que la creencia religiosa –cristiana o no– ha sido causa de intolerancia en lo concerniente a los gays. Las creencias religiosas pueden ocultar o incorporar la intolerancia, especialmente entre los creyentes en religiones reveladas que rechazan específicamente la racionalidad como criterio último o la tolerancia como meta principal de las relaciones humanas.
Pero un análisis cuidadoso puede llegar casi siempre a diferenciar entre la aplicación consciente de la ética religiosa y el empleo de los preceptos religiosos como justificación de la animadversión personal o el prejuicio. Si quienes utilizan la ortodoxia religiosa para justificar la opresión son individuos que dan al mismo tiempo muestras de escaso respeto por preceptos igualmente importantes del mismo código moral; o si las prohibiciones que limitan a una minoría indeseada se mantienen con todo rigor literal como absolutamente inviolables, mientras se relajan o se reinterpretan preceptos perfectamente comparables que afectan a la mayoría, es menester sospechar que detrás de la opresión hay algo más que mera creencia religiosa.
En el caso particular que nos ocupa, la creencia en que la hostilidad de las Escrituras cristianas a la homosexualidad fue la causa de que la sociedad occidental se volviera contra ella no requiere una refutación demasiado elaborada. Los mismos libros que se piensa que condenan los actos homosexuales también condenan la hipocresía en los términos más enérgicos, y con mayor autoridad: y sin embargo, la sociedad occidental no creó ningún tabú contra la hipocresía, no afirmó que los hipócritas fueran «antinaturales», no los segregó en una minoría oprimida, no aprobó leyes para castigar su pecado con la castración o la muerte. En realidad, ningún Estado cristiano aprobó leyes contra la hipocresía en sí misma, a pesar de la constante y explícita condenación que de ella hacen Jesús y la Iglesia. En la misma lista en que se excluía del reino de los cielos a los culpables de prácticas homosexuales se mencionaba también a los codiciosos. Sin embargo, ningún Estado medieval quemó codiciosos en la hoguera. Es evidente que en los Estados tardomedievales que autorizaban a las prostitutas[8] pero quemaban a los gays operaban ciertos factores ajenos al antecedente bíblico, pues para todos los criterios objetivos, el Nuevo Testamento condena mucho más crudamente la prostitución que la homosexualidad. Los Estados cristianos hicieron un uso enormemente selectivo de las restricciones bíblicas, y no cabe duda de que el problema decisivo reside en el contexto histórico que determina la selección. Otra ventaja de concentrar este estudio en los gays estriba en la constante vitalidad de ideas acerca del «peligro» que plantean a la sociedad. Casi todo prejuicio se presenta como respuesta racional a alguna amenaza o peligro: todo grupo despreciado es visto como una amenaza por aquellos que lo desprecian; pero en general es fácil mostrar que, aun cuando exista algún peligro, éste no es la causa del prejuicio. Sin embargo, la «amenaza» que constituye la mayoría de los grupos previamente oprimidos por la sociedad cristiana (por ejemplo, las «brujas» o los prestamistas), parece ahora tan ilusoria que a los lectores modernos les cuesta imaginarse que la gente inteligente del pasado pudiera verse realmente perturbada por semejantes temores. Uno se siente tentado de desdeñar tales peligros imaginarios como interpretaciones intencionalmente erróneas y descaradamente utilizadas para justificar la opresión. Pero esto no sólo no es verdad, sino que oscurece las realidades más importantes de la relación entre intolerancia y temor.
No se trata de que ese escepticismo oscurezca esta relación en el caso de los homosexuales. La creencia en que éstos constituyen un cierto tipo de amenaza está todavía tan extendida que cualquier afirmación en sentido contrario puede parecer partidista en ciertos círculos, y quienes suscriben la idea de que, de alguna manera, los homosexuales son peligrosos, pueden sostener que por esta simple razón no son víctimas típicas de la intolerancia. Debería ponerse de manifiesto que el hecho de que un grupo amenace realmente o no a la sociedad no guarda relación directa con el problema de la intolerancia, a menos que pueda mostrarse que la hostilidad que el grupo experimenta surge de la captación racional de esa amenaza. Los gitanos trashumantes pueden, hasta cierto punto, haber sido un peligro para ciertas comunidades aisladas si eran portadores de infecciones y enfermedades contra las cuales los residentes locales no estuvieran inmunizados, pero no sería juicioso afirmar que era precisamente esta amenaza lo que provocaba la antipatía hacia ellos, particularmente cuando puede mostrarse que tal hostilidad antecede en siglos todo conocimiento de transmisibilidad de la mayoría de las infecciones y cuando la retórica antigitana no contiene ninguna alusión a la enfermedad. Las afirmaciones acerca de la naturaleza exacta de la amenaza de los homosexuales han cambiado disparatadamente a lo largo del tiempo, a veces en directa contradicción entre sí, y casi siempre con asombrosas incoherencias internas. Muchas de ellas se analizarán detalladamente más adelante, pero vale la pena referirse ahora mismo a dos de las más persistentes.
La primera es la vieja idea de que las sociedades que toleran o aprueban el comportamiento homosexual lo hacen en su propio y manifiesto detrimento, pues si todos sus miembros abrazaran ese comportamiento, tales sociedades desaparecerían. Este argumento da por sentado –curiosamente– que, de tener la oportunidad, todos los seres humanos se harían exclusivamente homosexuales. Pero no parece haber ninguna razón que justifique esta afirmación y sí, por el contrario, una inmensa experiencia que la contradice. Es posible que el abandono de las sanciones de castigo contra la homosexualidad dé lugar a un comportamiento homosexual abierto, incluso entre personas que, en caso contrario, no lo hubieran intentado siquiera; y hasta es concebible (aunque en absoluto seguro) que en sociedades con actitudes tolerantes haya más personas que adopten formas de vida exclusivamente homosexuales. Pero el que una característica de conducta aumente su presencia no es prueba de que constituya un peligro para la sociedad. Hay muchas características que, si se las adoptara universalmente, probablemente redundarían en perjuicio de la sociedad (por ejemplo, el celibato voluntario o el autosacrificio), y que sin embargo se ven incrementadas durante varios períodos sin daño alguno y a menudo son objeto de gran estima por una cultura, precisamente debido a su rareza estadística. Afirmar que toda característica que en condiciones favorables aumente su presencia terminará por eliminar todas las características que entren en competencia con ella es hacer mala biología y mala historia. Ninguna de las actuales teorías científicas sobre la etiología de la homosexualidad sugiere que la tolerancia social determine su incidencia. Incluso las teorías puramente biológicas suponen unánimemente que, con independencia de las condiciones, por favorables que éstas sean, se trataría siempre de una preferencia minoritaria.[9]
Además, no hay ninguna razón que obligue a suponer que el deseo homosexual induce a la ausencia de reproducción en los individuos o en grupos de población.[10] No hay datos que fundamenten la idea común acerca de la incompatibilidad del comportamiento homosexual y el heterosexual; y, por el contrario, muchos datos sugieren lo contrario.[11] El hecho de que los gays (por definición) prefieran el contacto erótico con su propio sexo sólo implicaría una tasa de reproductividad más baja en general en su caso, si se pudiera mostrar que en las poblaciones humanas el deseo sexual es un factor fundamental en dicha tasa. A pesar de las apariencias intuitivas, éste no parece ser el caso.
Únicamente en sociedades como las naciones industrializadas modernas, en las que se insiste en que la energía erótica se canalice exclusivamente en el cónyuge legal permanente, se esperará que la frecuencia con que la mayoría de los gays se casen y tengan descendencia sea menor que la de los no-gays, y parece que incluso en estas culturas una significativa proporción de gays –posiblemente mayoritaria– se casa y tiene hijos. En otras sociedades (probablemente la mayoría de las culturas premodernas alfabetizadas), donde la procreación se distingue del compromiso erótico y es compensada por un ascenso de estatus o ventajas económicas (o es simplemente una común ambición personal), no habría razón para que los gays no tuvieran descendencia.[12] Con excepción del clero, la mayor parte de los gays que se analiza en este estudio estuvieron casados y tuvieron hijos. La obcecada insistencia en la no reproductividad de los gays debe adscribirse a una tendencia a observar y recordar mucho más lo insólito de los individuos que lo normal. Mucha menos gente sabe que Oscar Wilde era marido y padre que la que sólo sabe que era gay y tenía un amante. La relación de Sócrates con Alcibíades llama más la atención que la relación con su mujer y sus hijos. En los textos en que se trata abundantemente de la pasión de Eduardo II de Inglaterra por Piers Gaveston, apenas se menciona el amor de este rey por sus cuatro hijos. Hasta cierto punto, este énfasis es correcto: es evidente que las personas en cuestión dedicaron el grueso de su interés erótico (cuando no todo) a personas del mismo sexo. Pero sigue en pie el hecho de que se casaron y tuvieron hijos, de modo que la fascinación ante sus características estadísticamente menos comunes no debiera estimular explicaciones imaginarias de esos rasgos –ni de hostilidad popular respecto de ellos– que pasen por alto o contradigan los aspectos más comunes de su vida.[13] La segunda amenaza que podría aducirse como explicación de la intolerancia a la homosexualidad se relaciona con su «naturalidad». ¿No será que la sociedad humana reacciona con hostilidad ante los gays porque las preferencias de éstos son intrínsecamente «antinaturales»? Tanto espacio se dedica en este volumen a evaluar el significado preciso de «natural» y «antinatural» en diversos contextos filosóficos e históricos, que valdría la pena dedicar aquí unas páginas a algunas observaciones preliminares sobre este tema. Ante todo debería observarse que los significados de los términos «natural» y «antinatural» variarán según el concepto de «naturaleza» al que se refieran. 1. Hay ideas de «naturaleza» que son primordialmente «realistas», es decir, que guardan relación con el mundo físico y las observaciones que de él se hace. Por ejemplo:
(i) Se puede hablar de la «naturaleza» como del carácter o esencia de algo (la «naturaleza» del amor, la «naturaleza humana»). En oposición a este concepto, el de «antinatural» significa «no característico», como cuando se dice: «actuar de otra manera habría sido “antinatural” para él».
(ii) En un sentido más amplio, «naturaleza» puede usarse para referirse a todas las «naturalezas» (propiedades y principios) de todas las cosas, o al universo observable («la muerte es parte de la “naturaleza”»; las leyes de la «naturaleza»).[14] En tanto negación de este sentido, «antinatural» se refiere a lo que no forma parte del mundo científicamente observable, por. ejemplo, los fantasmas o los milagros.[15]
(iii) De una manera menos coherente,[16] la «naturaleza» se opone a los seres humanos y a sus esfuerzos, para designar lo que ocurre o podría ocurrir sin la intervención humana (los elementos producidos por el hombre que no se encuentran en la «naturaleza»). Aquí, o bien «antinatural» significa exclusivo de los seres humanos, como en «cazar por deporte más que para alimentarse es “antinatural”», o significa simplemente artificial, como en fibras textiles, alimentos, etc., «antinaturales» en el sentido de «no naturales».[17].
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[1] «Tous ceux dont la vie se passe à chercher la vérité savent bien que les images qu'ils en saisissent son nécessairement fugitives. Elles brillent un instant pour faire place à des clartés nouvelles et toujours plus éblouissantes. Bien différente de celle de l'artiste, l'oeuvre du savant est fatalement provisoire. Il le sait et s‟en réjouit, puisque la rapide vieillesse de ses livres est la preuve même du progrès de la science»: Henri Pirenne, citado en Georges Gérardy, Henri Pirenne, 1862-1935, Ministère de l'education nationale et de la culture, Administration des services éducatifs (Bruselas, 1962), p. 4.
[2] En este estudio, tolerancia o intolerancia «social» se refieren a la aceptación pública de las variaciones o la idiosincrasia personales en materia de apariencia, estilo de vida, personalidad o creencia. El adjetivo «social» va implícito aun cuando, para evitar la repetición, no se lo 32
emplee para calificar la «tolerancia» o la «intolerancia». Por tanto, «tolerancia social» es distinto de «aprobación». Una sociedad puede «tolerar» una diversidad de estilos de vida o de creencias aun cuando la mayoría de sus miembros no aprueben personalmente las creencias o la conducta diferenciada; en verdad, ésta es la esencia de la «tolerancia social», pues la aceptación de creencias o comportamientos aprobados no lleva implícita «tolerancia». Por supuesto, la no aceptación de comportamientos o rasgos no aprobados no implica necesariamente la intolerancia, sino que podría ser una respuesta defensiva ante personas cuya diferenciación de la norma pone en peligro el bienestar social, o una respuesta a imperativos religiosos que trascienden explícitamente el valor de la «tolerancia». Ambos problemas se tratarán más adelante en relación con los gays en la Edad Media.
[3] En mi estudio anterior (The Royal Treasure: Muslim Communities under the Crown of Aragon in the Fourteenth Century, New Haven, 1977), he tratado este problema desde la perspectiva de las comunidades islámicas en la Hispania cristiana en la Baja Edad Media. Tan escasa es la investigación realizada hasta ahora acerca de los gays en la historia, que cualquier intento de ensayo bibliográfico sería prematuro. Salvo contadas excepciones, los estudios modernos no han prestado utilidad alguna a la presente investigación. Casi toda la investigación histórica moderna sobre los gays en el Occidente cristiano ha dependido del estudio pionero de Derrick Sherwin Bailey, Homosexuality and the Western Tradition, Londres, 1955. Este trabajo se ve debilitado por el énfasis en las señalaciones negativas que brinda un cuadro absolutamente engañoso de la práctica medieval, ignora casi todos los datos positivos sobre el tema, se limita primariamente al ámbito de Francia y de Gran Bretaña y ha sido superado incluso en su aspecto principal, el análisis bíblico. No obstante, sigue siendo el mejor trabajo publicado sobre el tema, razón por la cual me he esforzado por ampliar los fragmentos del mismo que se relacionan con este estudio, o bien por expresar mi desacuerdo. No hay ningún otro estudio de la homosexualidad en general que se pueda recomendar sin graves reservas. La primera visión general y de amplia difusión de este tema fue el esbozo de Richard Burton, agregado como «Terminal Essay: D. Pederasty», en su traducción de 1885 de Las mil y una noches (reditado en Brian Reade, Sexual Heretics: Male Homosexuality in English Literature, 1850-1900, Nueva York, 1970, pp. 158-193). L‟érotisme d‟en face, de Raymond de Becker, París, 1964, es agradable e interesante, a la vez que con tiene gran cantidad de ilustraciones (algunas, de dudosa relación con el texto). Aunque la especulación científica que sirve de base al capítulo I esté hoy completamente anticuada y se pueda prescindir del capítulo II (sobre la Edad Media), el capítulo III (sobre la Europa moderna) sigue siendo útil. Probablemente los medios académicos han ignorado inmerecidamente la obra de Thorkil Vangaard titulada Phallos: A Symbol and Its History in the Male World, Londres, 1972, y otro tanto sucedió con Sexuality and Homosexuality, de Arno Karlen, Nueva York, 1971, y Sexual Variance in Society and History, de Vern Bullough. Nueva York, 1976, que mejoran aquella de manera sustancial, aunque todavía insuficiente. Sólo para completar la lista, menciono Homosexuals in History, de A. L. Rowse, Nueva York, 1977.
[4] Este estudio, por tanto, no es «historia social» en su sentido más moderno –esto es, la aplicación de los hallazgos y las convenciones de las ciencias sociales a la historia–, sino únicamente en un sentido más antiguo y más prosaico: la historia de los fenómenos sociales antes que de la política o de las ideas.
[5] En este texto se usa conscientemente la palabra «gay» con connotaciones algo distintas del término «homosexual». En el capítulo Definiciones se analizan detalladamente la distinción y las razones del empleo de un vocablo que aún no ha entrado en el léxico de la mayor parte de la literatura científica. [He respetado esa diferencia en castellano, sin introducir ningún signo 33
tipográfico especial para la palabra «gay», que se usará como sustantivo y como adjetivo y con el plural «gays». En cuanto a la expresión «los gays», no debe entenderse en masculino en sentido estricto, sino como plural omniabarcador, sin distinción de sexo, pues traduce el colectivo inglés gay people, que, por distintas razones, no me ha parecido adecuado verter en «gente gay», a pesar de la aproximación conceptual de ambas formas. (Nota del Traductor)]
[6] Para una estimación de la cantidad de gays en el pasado (y en el presente), véase pp. 77-83 [=Sección de Definiciones (Nota del editor electrónico)].
[7] El orden en que las sociedades se enfrentan a denigrantes categorías de discriminación es muy revelador de su estructura social. Es interesante que la atención pública del Occidente moderno se haya centrado en el problema de la intolerancia respecto de la sexualidad mucho después de que cuestiones comparables, que implican la raza y la creencia religiosa, ya hubieran sido planteadas mientras que, en la mayoría de las ciudades antiguas, los gays fueron tolerados mucho antes que los heterodoxos en materia de religión, y la raza (en sentido moderno) nunca fue un problema.
[8] Muchas monarquías europeas de la Baja Edad Media autorizaban la prostitución. Para Inglaterra, véase John Bellamy, Crime and Public Order in England in the Later Middle Ages, Londres, 1973, p. 60; para España, véase John Boswell, The Royal Treasure, pp. 70-71, 348 ss.; y también el capítulo Definiciones [SG-CTSYH-02.htm (N. del e. e.).
[9] A finales del siglo XIX, cuando el problema de la homosexualidad atrajo primera vez a los científicos, la mayor parte de las figuras más autorizadas suponían que las inclinaciones homosexuales eran congénitas, y sólo se diferenciaban en pensar que eran un defecto (Krafft-Ebing) o parte del abanico normal de variación humana (Hirschfeld). El triunfo de los enfoques psicoanalíticos de los fenómenos sexuales humanos dio como resultado el abandono general de este enfoque a favor de las explicaciones psicológicas, pero en 1959 G. E. Hutchinson publicó un artículo en que especulaba sobre el posible significado genético de la sexualidad «no reproductiva» (que él llamaba «parafilia»), incluso la homosexualidad («A Speculative Consideration of Certain Possible Forms of Sexual Selection in Man», en American Naturalist, 93, 1959, pp. 81-91). Durante los años setenta se produjo una abundante especulación sobre el problema del significado de la homosexualidad desde el punto de vista evolutivo, gran parte de la cual estaba de acuerdo en la probabilidad esencial de una viabilidad genética para los sentimientos homosexuales a través de uno y otro mecanismo de selección. En 1974, R. L. Trivers publicó una teoría basada en el conflicto padres-hijos como mecanismo productor de la homosexualidad («Parent-Offspring Conflict», American Zoologist, 14, 1974, pp. 249-264). En 1975, E. O. Wilson (Sociobiology: The New Synthesis, Cambridge, Mass., 1975) sugirió que la homosexualidad podía llevar implícita una forma de altruismo genético a través del cual los gays favorecen a las personas de su entorno inmediato y compensan su reducida reproductividad (véase pp. 22, 229-231, 281, 311, 343-344 y esp. 555). Este argumento fue difundido y simplificado en «Human Decency Is Animal», en New York Times Magazine, 12 de octubre de 1975, pp. 38 ss. y en On Human Nature (Cambridge, Mas., 1978), pp. 142-147. El estudio más detallado y general sobre este tema hasta ahora, en donde se examinan casi todas las teorías sobre la etiología de la homosexualidad, es el de James D. Weinrich, «Human Reproduclive Strategy: The Importance of Income Unpredictability and the Evolution of Non-Reproduction», parte 2, «Homosexuality and Non-Reproduction: Some Evolutionary Models» (tesis de doctorado en filosofía, Harvard University, 1976). En John Kirsch y James Rodman, «The Natural History of Homosexuality», Yale Scientific Magazine, 51, núm. 3, 1977, pp. 7-13, se hallará un resumen extraordinariamente lúcido y ameno de los enfoques biológicos anteriores, con estimulantes especulaciones originales.
[10] Esto, naturalmente, no equivale a sugerir que no haya grupos de personas cuyas inclinaciones sexuales sean esencialmente no reproductivas, ni que no se pueda calificar de gays a algunas de esas personas. Como se observará mas adelante, la distinción entre homosexual y heterosexual es demasiado grosera y puede ocultar diferencias sexuales más significativas. Por ejemplo, es probable que los hombres que desean ante todo un papel pasivo dejen menos descendencia que aquellos cuyo principal placer erótico deriva de penetrar a otros. Los primeros tendrán que ser excitados forzosamente por otros hombres, y las personas de este tipo pueden, junto con las mujeres que desean principalmente excitar a mujeres (u hombres) con partes de su anatomía no implicadas en la reproducción, formar en realidad la «casta» no reproductiva que han teorizado Wilson y Weinrich. También se desconoce por completo la medida en que la «sexualidad» de una persona está formada por tales deseos de comportamientos específicos, así como el elemento biológico involucrado en ello.
[11] La teoría fóbica del origen de la homosexualidad (esto es, la idea de que los gays prefieren el contacto sexual con individuos de su mismo sexo porque temen ese contacto con individuos del otro sexo) ha quedado muy desacreditada por la investigación moderna (al menos para los varones), Para un ejemplo particularmente interesante de tal prueba en contra, véase Kurt Freund, Ron Langevin et al., «The Phobic Theory of Male Homosexuality», en Archives of Internal Medicine, 134, 1974, pp. 495-499; véase también el artículo anterior de Freund, que emplea el mismo método clínico (pletismografía del pene), «The Female Child as Surrogate Object», en Archives of Sexual Behavior, 2, 1972, pp. 119-133.
[12] Es difícil imaginar que el compromiso sexual necesario para que un varón produzca descendencia sea tan grande como para impedirle otras formas de satisfacción; en cambio, es mucho mayor el que se requiere de las mujeres. Pero en la mayoría de tales sociedades este último parece haberse compensado, desde el punto de vista de la reproducción, por el hecho de que las mujeres tenían menos posibilidad de elegir su estatus matrimonial, y también era mucho mayor la pérdida de prestigio y de libertad a la que se veían sometidas si no se casaban y no cumplían con la reproducción.
[13] Desde este punto de vista, no puede suponerse que la conducta homosexual entrañe importantes inconvenientes sociales. Por el contrario, puesto que la formación de parejas de distintos tipos, erótico y no erótico, es manifiestamente beneficiosa para la mayor parte de las sociedades humanas (al proporcionar, como lo hace, mecanismos de organización social, asistencia mutua, cuidado de la descendencia en el caso de fallecimiento de uno de los padres, etc.) los afectos y las relaciones homosexuales no presentan, desde el punto de vista biológico, mayores peculiaridades que la amistad. Si se adopta la posición extrema, según la cual la evolución humana sólo favorecería las actividades sexuales o emocionales que conducen directamente a la reproducción, habría que rechazar forzosamente como «antinatural» la mayor parte del comportamiento erótico humano. No se puede demostrar que la homosexualidad sea más perjudicial a la reproducción que la amistad, que se supone presente por doquier en las sociedades humanas, o la masturbación, que practica un 90 por ciento de los varones norteamericanos.
[14] En este esquema, las «leyes de la naturaleza» se refieren sólo a este sentido (ii). La «ley natural» –concepto completamente diferente– guarda cierta relación con la «naturaleza» de 35
los seres humanos (i) y con la «naturaleza» sin seres humanos (iii), pero es sobre todo un concepto moral (2), tal como se analizará más adelante.
[15] Ningún sistema filosófico realiza distinciones incidentales entre «no natural», «sobrenatural» y «antinatural». Estas expresiones parecen usarse principalmente como respuesta a matices emocionales: «sobrenatural» para referirse a lo que no es «natural» y, en esa medida, es objeto de admiración; «antinatural» para aludir a lo que no es «natural» y, en esa medida, es temido o despreciado; y «no natural» para lo que no es «natural», pero no evoca respuesta emocional alguna. Por ejemplo, es sorprendente que las fibras sintéticas, que no se dan en la «naturaleza» (sentido iii), sean «no naturales», mientras que la homosexualidad, que se supone (erróneamente) que no tiene lugar en el mismo sentido de «naturaleza», sea «antinatural».
[16] Originariamente, el hecho de excluir el ingenio y el artificio humanos de la «naturaleza» puede haber sido consecuencia de una creencia en los atributos «sobrenaturales» o divinos de la inteligencia en tanto función del alma. Pero en un marco de referencia moderno parece muy poco justificado considerar que lo exclusivamente humano sea menos «natural» que lo exclusivamente canino o lo exclusivamente bovino. Esta categorización plantea enormes dificultades conceptuales.
[17] Este concepto popular de «naturaleza», que ejerció una profunda influencia en el pensamiento occidental, se analizará en adelante, ya sea como «naturaleza sin intervención humana», ya sea como «naturaleza animal», puesto que la conducta animal (no humana) ha sido el «criterio» más común para evaluar las operaciones de la «naturaleza» al margen de toda diferencia de los seres humanos. No hace falta señalar que este procedimiento se apoya en una noción extremadamente sorprendente de qué es lo que constituye un «animal», y deja en la ambigüedad cuestiones tales como las de determinar si las plantas cultivadas por animales o los animales mantenidos en cautiverio por otros animales (ambas cosas comunes entre las hormigas, por ejemplo), son o no «naturales». ¿Son los seres humanos la única especie cuya intervención en la vida de otros animales interrumpe la «naturaleza», o son «antinaturales» todas las relaciones simbióticas que modifican los modelos vitales de una de las especies?
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